Un vecino de Muros atesora 40 años de historia de la moto

La canción dice que, para ser feliz, hay quien no necesita más que un camión. Sin embargo, en Muros existe un vecino, Juan Lijó Barral, al que lo que realmente le pirra y hace sentir bien son las motos. Y no unas cualquiera. Resulta que este hombre, que es empresario del sector de la ferretería y los materiales de la construcción, ha encontrado una afición para sus horas de ocio que tiene mucho que ver con los vehículos de dos ruedas. Se le dio por coleccionar motos de los años cuarenta, cincuenta, sesenta y setenta. Y los tesoros que ahora mismo esconde en su garaje no se cuentan ya con los dedos de las dos manos.

Basta con hacer una visita a ese lugar lleno de motos para pasear por la historia de la comarca de Barbanza y, por extensión, por la de Galicia. No en vano, en el garaje cada vehículo tiene su historia, su porqué. Así, en medio de la colección, luce una Guzzi hispánica que perteneció a un cura de la zona; también están dos ejemplares que, en los años 50, bajaron y subieron por las cuestas de la comarca ayudando a los carteros a llevar la correspondencia. Y, cómo no, no falta la niña de los ojos de este peculiar coleccionista. ¿Cuál es? Una Ossa con la que va a las concentraciones de motos y que a Lijó le recuerda a los tiempos en los que trabajaba en el taller de su padre.

Boca a boca

Aunque la más antigua es del año 1941 y la más joven de la década de los setenta, todos las motocicletas tienen un denominador común: pertenecieron a gente de Barbanza. No en vano, cuando Lijó encontró esta afición se corrió la voz y algunos vecinos llegaron a su puerta con ejemplares. Él tampoco anduvo escaso con la solidaridad y prestó una de sus piezas para que pueda verse en un museo de Ribeira.

Si se le pregunta a Lijó qué toca después de reunir estas 21 motos, lo tiene más que claro. Anda detrás de otra que perteneció a Carlos García Bayón, historiador e hijo adoptivo de Ribeira que, además, fue su profesor. Este muradano admite que ese ejemplar, de la marca Riego, le trae de cabeza: «Esa moto causábame admiración», sostiene.

En vez de presumir de colección, Juan Lijó habla y habla de qué hace cuando una moto cae en sus manos. Y ahí es cuando se descubre que el buen ver de sus criaturas está directamente relacionado con los mimos que reciben. No en vano, antes de hacerlas rodar, se preocupa de ver quién fue su dueño y de hacerle fotografías. Luego, intenta arrancarla para después limpiarla a fondo y arreglarle los posibles fallos. Hasta que, finalmente, llega el momento de elegir pintura. Si faltan piezas, no se tira de prefabricados, sino que se elaboran en un torno.

Ahí no acaba el ritual. Las rejuvenecidas motos tienen que pasar una prueba. Así que Juan Lijó arregla el papeleo y tira para Santiago. Con todas y cada una de ellas, como un peregrino más, este vecino llega a la catedral y escucha una misa antes de volver a pisar el acelerador hacia Muros donde, ahora sí, puede descorchar champán y afirmar que «a moto está lista».

Extraido de La Voz de Galicia

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